Acabo de llamar a Perú y felicitar a
Aurora, que ahora es profesional. Estoy en Niágara pero me da la sensación de estar plasmado dentro de una postal en esta tierra canadiense, con sus floridos amaneceres y su cielo azul acompañado de obesas nubes blancas. En abril del siguiente año cumpliré dos veranos sin hacer el amor. Por eso no he podido disfrutar de este viaje, que a pesar de ser un escape ante mis propias intrigas, es más bien un recordatorio de lo poco evolucionado que me encuentro.
Juliette me ha traído porque su abuelo ha fallecido y hay que enterrarlo. Un ex combatiente de la lucha armada dominicana contra el dictador Trujillo que tuvo, entre exiliados y desaparecidos, un sabor numérico y contundente de derrota. Cuando ella me contaba lo sucedido, sentí una vez más, en contra de la seriedad del momento, que permanecía flotando dentro de sus ojos que hasta ahora no he logrado, y posiblemente no logre, descifrar su verdadero color. Premonitoriamente tuve la certeza que iría con ella. Ella ya sabía que debía visitar un cliente de la compañía en la que trabajo, en el mismo condado donde murió aquel revolucionario monolítico de más de 85 años.
Me hizo la invitación al funeral mientras yo levantaba dos dietéticas mancuernas para socorrer mis mal formados y avergonzados bíceps, víctimas de las burlas de
Milagros y comparados angularmente con los de Matías, jugador de Rugby profesional y brontosaurio por vocación. Ella lo conoce porque pertenecen al mismo equipo y viajan en giras deportivas; ostentando, él, sus músculos voluminosos y ella, su atletismo empedernido. ¡Qué Milagros y Matías se hagan hijos el uno al otro tomando turnos de gravidez y que usen anabólicos en vez de viagra! O mejor aún, que se clonen y vuelvan a juntarse uno contra todos hasta dar con la raza fórmula perfecta que perpetúe su insoportable vanidad.
Juliette, sin deformar en ningún momento su expresión facial por la pérdida del abuelo, me dijo que siempre lo recordaría como la primera vez que lo vio entrar en casa de sus padres allá por Cibao, habiéndose cumplido 25 años de la muerte de Trujillo, después de un exilio tormentoso, pero que le preservó la vida. Con un traje elegantísimo azul marino, un sombrero de paño y zapatos de charol negro y blanco. Su figura espigada y ágil pertenecían más a un distinguido y flemático varón inglés extraído de los años 40, que a ese combatiente sanguinario y resuelto que había visto en las fotografías de los periódicos y que había construido en su pequeña cabeza gracias a las historias que escuchaba de su padre. Se sentó en la mesa, con voz grave y bigote breve le dijo:
- Niña, sírveme un vaso de agua, que este calor ya no lo sé capear.
Nunca la llamó por su nombre. Ella hasta ahora, no sabe, si en ese apelativo demostraba algo de desprecio porque no podría mantener su apellido. Apellido que buscó preservar durante aquellos años mozos en los que tuvo 8 hijas con 8 mujeres. A las que dejaba por no darle el hijo varón que anhelaba por ese incesante deseo de prolongación que tenemos los humanos, en especial los hombres. Ese deseo de supervivencia que ha originado religiones prometiendo eternidad, y sacrificios prometiendo vírgenes; que gracias a la inteligencia o estupidez, ha logrado superar las barreras biológicas naturales, creando vida después de la vida y una muerte temporal, cuando es, probablemente, todo lo contrario. Mujeres que dejaba porque nunca creyó en segundas oportunidades, ni en el amor. Porque en el fondo, él quería que ese hijo sea lo que él nunca pudo ser. Pero que lo sea de la forma que él supo ser toda su vida: sin rendijas para las dudas o para los sentimientos de segundo orden. Finalmente se quedó con la abuela de Juliette, que le dio el ansiado varón, pero que murió mientras nacía. No volvió a tener pareja.
Debe ser por cariño que te decía niña, le dije. Ella no me respondió. No obstante, como para no desairarme, comentó que a su hermana sí la llamaba por su nombre. Quizás sabiendo que esta hermana menor de piel oscura y ojos más oscuros todavía le haría preservar su genealogía. Casada con un brasilero y teniendo un hijo en Rio de Janeiro, lo normal es que lleve el apellido de la madre; lo justo, que sea la viva imagen del abuelo. Lo normal y lo justo fue diseñado para esa hermana que nunca sobresalió en nada pero que gracias a su constancia ha conseguido lo que ha querido en casi todas las ocasiones, incluso, a fuerza de voluntad, que su hijo sea idéntico al abuelo. Lo ideal sería que las mujeres sean las que mantengan el apellido. Después de todo, son ellas las que realmente cuentan en la formación de ese nuevo ser. Los hombres son simples donantes y pueden ser fácilmente reemplazados en cualquier catálogo de banco de semen.
Juliette es divorciada. Su madre es una francesa de ojos color cielo de Canadá y cabellera de oro 24 kilates; su padre, un mulato dominicano distinguido y reconocido en su país. Que, felizmente, no logró ser el hijo que el abuelo hubiese querido y quedó más que satisfecho con sus dos hijas mujeres. Juliette es hermosa y nunca habla de cosas tristes. O al menos cuando me cuenta algo que podría ser considerado triste, es tan cuidadosa, que termina siendo anecdótico y enternecedor. Nos conocimos en el gimnasio mientras hacíamos ejercicios para los abdominales que nunca tendremos bien definidos como la chica que se colocó delante de nosotros, y que nos espetaba su bien marcado torso. Pero que gracias a esa exposición de estiramientos de gata cabaretera, logramos iniciar nuestra amistad entablando comentarios, primero en inglés y luego en castellano, pero en ambos idiomas, muy venenosos, contra ese cuerpo bien esculpido. Nunca había sentido antipatía por los abdominales de una mujer. Pero viendo a esa petulante muchacha estirándose como contorsionista de circo ruso me pareció un tanto excesivo para las gorditas esmeradas en bajar siquiera media talla para poder ser más apreciadas y apreciables. Y también me pareció un peligroso distractor, entre máquinas semiautomáticas y discos de hierro, para todos los hombres que la miraban de reojo y comentaban en todos los idiomas lo buena que estaba para pasar la noche. Empezamos a criticar todo de ella, que tenía mucha musculatura, que su cabello era muy lacio, que sus codos muy huesudos, que su labio superior no concordaba con su inferior, que sus tobillos eran muy anchos, que el lunar de su espalda muy oscuro, que sus nalgas muy redondas parecían fabricadas en un quirófano, que sus ojos no deberían ser tan grandes y verdes. Pero reímos cuando Juliette dijo:
- Esta desgraciada está tan buena que hasta yo me la tiraría.
Juliette y yo hemos conversado casi siempre en el gimnasio. Nuestra conversación es reposada y con silencios nada incómodos. A ella le encanta leer todo lo que yo no leo. Y escuchar todo lo que quiero demostrarle que leo. Me gusta escucharla, porque creo que me da las noticias sin comerciales. Y me siento tranquilo con ella porque ambos estamos cansados de relaciones fallidas y finalmente hemos decidido ser ancianos retirados, ella a los 34 y yo a los 30. Y ambos renegamos de los sexos opuestos como si fuéramos asexuados por convicción y devotos de la misma fe antisexo. No sexo. Porque hemos aprendido que todo se jode con el sexo. Que el sexo ha sido nuestra piedra de tropiezo y siempre lo hemos practicado con un rigor de médico cirujano a punto de operar a un enfermo de sida. Porque siempre ha sido el protocolo de la protección previa a la contienda, el que hemos tenido que soportar o realizar como agente de aduanas para que nada salga o nada entre, y del que hemos salido bien librados con cierto orgullo intacto. Porque no queremos tener hijos, ya que ambos creemos que son la renuncia, o al menos la postergación, de lo que queremos lograr como seres individuales y egoístas. Pues no creemos en las explicaciones dadas por las personas cercanas que han tenido hijos sin planificación, que al principio han considerado abortar y después los han bendecido como milagro de Dios. Que no los esperaban pero garantizan, vienen con pan bajo el brazo, y que gracias a ellos son mejores personas, que les dan bríos para luchar y que les cambian la vida. Mentira. Sobre lo último estoy totalmente de acuerdo, les cambian la vida, porque no querían dejar la vida que tenían antes de ellos. Así que nos hemos prometido no tener hijos hasta lograr lo que queremos como los seres narcisistas y egocéntricos que somos, porque no queremos que nuestros hijos sean mejores que nosotros, como dicen todos los progenitores, si no todo lo contrario. Y que nuestro apellido les pese y se erija como una valla muy alta por la que tendrán que luchar toda su vida para sobrepasar y no terminen siendo una mera sombra del éxito de sus padres.
Creo que por eso me siento tranquilo a su lado, no tengo que pretender coqueterías. Y ella no tiene que esperar halagos falsos con el fin de ser llevada a la cama. La primera vez que me invitó una taza de café en el pequeño restaurant del costado, me negué. Luego me sentí estúpido por pensar que una taza de café fuera relacionada por mi lógica primitiva como una propuesta indecorosa, que a fuerza debería terminar en alguna pirueta sexual. Sin mirarla a los ojos, entendió. Cuando le dije que no había hecho el amor en casi dos años, me miró con la misma expresión impávida con la que me contó la muerte de su abuelo, pero con una pizca de piedad. Inmediatamente me sentí más estúpido por diagramar esa confesión tan vergonzosa y que según yo explicaría, sin profundidad, mi castidad voluntaria. Esperando algún comentario sarcástico, me sorprendió una vez más con un silencio secuaz y hasta conmovedor.
En el cementerio lloró un poco. Pero no me acerqué a consolarla. Tampoco dije alguna frase rebuscada y esperanzadora. Porque siento que todo eso indica un gesto trivial. Porque a pulso me he convertido en un ser sin mayor convicción por nada. Siento que casi hace dos años mi espíritu se mudó a un cuerpo un poco más hospitalario. Cuando me miró con sus ojos llorosos, entendí que podríamos ser amigos, por asociación o por los ejercicios abdominales que siempre hacemos. Pero jamás nacería entre nosotros ese deseo que nos ha hecho finalmente libres de cualquier vínculo con las personas que nos rodean y de las cuales escapamos para seguir sin sentir. Sin sentir. Si sientes, pierdes.