sábado, 21 de abril de 2012

Llanto

Le temo a las cavidades oscuras donde fue engendrado mi monstruoso bebé.  Kenzaburo Oé, Una cuestión personal.
Estos días la prensa anuncia que han muerto aves mientras volaban. Dicen que han muerto por falta de oxígeno, que las corrientes cálidas las han confundido y llevado a una altura excesiva. Me las imagino cayendo, cediendo al vértigo, rebotando en el suelo. Imagino el crujido seco de sus esqueletos quebrándose, los ojos redondos aún abiertos, el pico altivo sobre el cemento. Para nosotros sería como caminar sin rumbo y encontrarnos en otro lugar, un espacio de entornos falsamente calmos, como una selva que te engulle mientras un terror repentino compite con los espasmos de la última bocanada. Pienso en las aves y prefiero pensar que se suicidaron, que dirigieron su mirada a la ciudad y la vieron crecer y crecer hasta quedar a oscuras.

En la noche el mar tiene luz propia, no es el reflejo de las estrellas ni de la luna. En cada ola que revienta hay una luz. Las estoy viendo ahora. Una ola, un diafragma que se eleva y exhala hasta desaparecer. Me humedece los pies y su espuma aparece como una marca efímera y ondulante. Una gaviota se para frente a mí, me mira y luego se repliega unos metros para comer los restos de una sandía. Hace rato que el sol quedó indefenso. Maritza me llama al teléfono.

El bebé no deja de llorar.

Hace días tomamos la decisión de dejar que nuestro bebé de cuatro meses muera. Venir a Cerro Azul, ver cómo lentamente nos abandona. Los tratamientos no iban a curarlo, las complicaciones por sus deformidades y los constantes problemas sistémicos lo irían debilitando, haciendo de su agonía una espera prolongada. Nuestro abogado dice que no tendremos problemas legales. Mi amigo, el médico, dijo que era lo mejor para los tres.

El bebé no deja de llorar. 

Recojo las sandalias y me alejo de la gaviota que sigue picoteando la sandía. Ahora es un buitre sobre un animal muerto. Camino sobre la arena, un balanceo de torpeza infantil. Al llegar al hotel, el encargado me ofrece la cena. No tengo hambre. Si el señor desea, podemos subirla a su habitación. Subo por las escaleras, estoy un poco mareado. Tras la puerta de nuestro cuarto oigo llorar a Maritza. Giro la llave y entro. Ella está parada frente al lavadero cortando una manzana en cuatro pedazos. Su mentón tiembla y sus labios se hacen cóncavos, su frente se arruga y las fosas de su nariz se dilatan mientras sus pestañas parecen abrazarse por la humedad de sus ojos.

El bebé no deja de llorar.

Mi esposa se lleva un gajo a la boca y lo mastica. Su cabello, ahora, esconde sus facciones al bajar la cabeza.

El llanto de nuestro hijo es una cicatriz apenas audible. Si pudiera, lo tomaría en mis brazos y lo llevaría de regreso a la clínica, le cantaría durante el trayecto y esperaría que los sedantes le hicieran efecto. Quieto él, nosotros funcionamos.

Esa noche dormimos abrazados. A veces despierto y la luz de la luna me enfrenta al pelo rizado de Maritza. Su hombro es un horizonte temido. Pienso que ella está mirando la pared y finge sosiego, pero no me atrevo a moverme.

En la mañana el bebé está quieto en su cápsula: un invernadero portátil que le permite respirar aire filtrado.

Tenemos que separarnos después de esto.

El sol dibuja formas sobre las sábanas y la mañana se levanta con un aleteo lleno de vida. Nuestro hijo ha empezado a llorar. Maritza lo mira y en su mirada hay una expresión de muñeco de madera. Sus ojos están hinchados y mis manos intentan calmarla. La abrazo. Hemos evitado hablar desde que llegamos.

El bebé no deja de llorar.

La tomo de la mano, la guío hasta la puerta, salimos del hotel y nos enfrentamos al tambaleo de la arena hasta llegar a la orilla de la playa. El trozo de sandía ha desaparecido y en su lugar han varado diminutas malaguas. Seguimos caminando hasta que el mar nos roza las rodillas. El bebé se parece a ti cuando llora.

El cielo no es humilde ni tiene aspecto avergonzado, las nubes son perros lanudos y felices.

Después de esto no debemos vernos más. Le doy un beso y hay algo de trágico en la sensación de sus labios, algo aterrador en mis manos que bordean sus mejillas.

El bebé deja de llorar.