martes, 29 de setiembre de 2009

Continuidad de los parques



Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar

domingo, 27 de setiembre de 2009

La pata de mono

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
—El sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
—Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
—La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oir el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
—Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

J. Jacobs

viernes, 25 de setiembre de 2009

La Oroya: un mundo feliz



Llamémosle Rodolfo y digamos que hace diez años trabaja para Doe Run. Gana 800 soles mensuales y su mujer, Marta, aporta unos 500 más gracias al restaurantito que puso en su sala para venderles caldo de gallina a los trabajadores del turno de la tarde. Marta y Rodolfo no conocen otra forma de vida. Sus padres trabajaron en la refinería, mucho antes de que llegara Doe Run. Sus hijos también serán mineros.La vida no les es grata. Se levantan siempre bajo el mismo cielo color acero que pareciera sepultarlos bajo los gases tóxicos que emana la gran chimenea de la refinería. Viven en una de las diez ciudades más contaminadas del mundo, y en sus pulmones, su sangre y sus huesos se acumulan, todos los días, residuos de plomo, arsénico, dióxido de azufre y otros metales pesados. Por eso respiran mal, sus niños no crecen, y ayer se enteraron de que su vecino se murió de cáncer. Sobre su caso se ha pronunciado la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal Constitucional exigiendo acciones concretas para controlar la contaminación ambiental. Pero nadie les ha cumplido. Rodolfo y Marta, entonces, han decidido salir a protestar. Pero no, no van a exigir que se haga todo lo posible por evitar la contaminación que los está matando. Lo que buscan, en realidad, es que la refinería, parada por no cumplir con el Programa de Adecuación Ambiental (PAMA) que les exige el Estado, vuelva a funcionar como sea porque hace dos meses que están sin chamba y ya no saben cómo hacer para alimentar a sus hijos.De la empresa les han dicho que, si no se quejan, el Gobierno no cederá y ellos se quedarán sin trabajo, sin casa, sin vida. Marta ha salido con víveres para los manifestantes. Rodolfo se ha apostado en el cerro, junto con sus compañeros, listo para asustar con piedras a los 1,200 policías que quieren romper el bloqueo. Abajo, en la carretera, queda tirado un policía. Tiene el cráneo destrozado. Tiene 27 años. Grover Sayco Taipe, se llama. Rodolfo y sus amigos se asustan, se dispersan, pero no abandonan la lucha. Les han dicho que necesitan sangre para ser escuchados.En la capital se condenan los hechos de violencia. Se acusa a Doe Run de haberse manchado las manos con la sangre del policía muerto. Se anuncia que habrá denuncia penal contra el gerente de la empresa. Sin embargo, y a pesar de las graves imputaciones, en la Comisión de Energía del Congreso se acepta que se prorrogue por 30 meses más el cumplimiento del PAMA.Doe Run puede seguir operando. Rodolfo y Marta se van satisfechos a casa. La familia Sayco vela a su muerto. Todo vuelve a la normalidad. El problema ambiental puede esperar un tiempo más. Qué importa un poco más de plomo en la sangre. El problema social, felizmente, ese sí ha quedado resuelto.

Publicado por Patricia del Río.

Fe de Rómulo León: el dióxido de azufre no es un metal pesado.

miércoles, 23 de setiembre de 2009

Se lo diré fuerte (2)

A Iván Thays


- Pensé que te amaba hasta que me casé contigo - murmura Alfonso recogiendo su chaleco antibalas del piso. Un gallo canta a lo lejos. Un perro le contesta.

- Yo era feliz creyendo que te amaba hasta que me di cuenta que nunca podré amarte - le responde Rosalía apagando el despertador y tapándose con las sábanas.

Alfonso baja las escaleras, tiene hambre, la boca seca. Se detiene en la puerta de la cocina con cuidado de no ver la silla que ha obtenido hasta una presencia insoportable. Parece que emite un jadeo recalcitrante.

El sol de la mañana ingresa por las ventanas como encadenado y ahogándose en un intento de iluminar lo que para Alfonso es una acumulación de sombras infinitas. La cocina es una prisión cercada por su propio recuerdo.

No se atreve a entrar a pesar de la sed y el sonido hueco de su estómago vacío.

Se siente acorralado por sus sueños quebrados y sus promesas olvidadas. Siente que la vida le pasó encima como una estampida de ratas bubónicas marcándole la espalda con sus patitas cubiertas de podredumbre y que todo lo que queda de él… Todo lo que hay de él: es este chaleco marrón. Antibalas. Mira. Ojalá fuese pro-balas, pro-fin. Quizás sea tiempo de decirlo fuerte. Esta noche lo haré, se promete.

Su uniforme marrón de vigilante. Su aspecto cuadrado en la cara y lánguido en el torso. Es quizás la explicación más lógica de su situación. Como si hubiera sido ensamblado por partes distantes y encajado a la fuerza. Desiguales y lacónicas. Es el componente retardado y definitorio de su ser. Su figura al mundo que no lo observa. Esta noche tengo que decirlo fuerte.

Camina a través del inmenso jardín. Las plantas sacudidas por el viento no logran situarlo en la realidad. Tampoco las flores. Abre la puerta hacia la calle. El sol está radiante. La gente se apresura a cumplir con la rutina del día. Respira hondo.

Los loros. Su alpiste. Rosalía los odia.

Cruza de regreso el jardín. La sala. La cocina parece observarlo mientras la atraviesa, parece que le ladra con rabia; allí sucedió seis meses atrás. Esta noche se lo dirá fuerte. Se lo diré fuerte. Ingresa en el patio. Observa impávido la jaula de loros. Su sorpresa se vuelve una salivación efusiva, instantánea.

Es una escena que lo paraliza. Intenta separar los elementos. La pareja de loros. La jaula. El otro animal en la jaula. La sangre. Roja, marrón, forma parte de la jaula. Parece que la jaula está sangrando.

No se atreve a mirar más allá de lo que acaba de ver. No quiere sintetizarlo en la razón. Es sólo la jaula que sangra. Lo demás no puede ser. No debería ser. No es. A fuerza de voluntad uno puede generar su propia realidad.

Pero lo ha visto todo.



Sale de la casa a toda prisa. Toma el autobús.

Llega al puesto de vigilancia. Su firma en el papel. La hora de entrada. Una mujer vestida de pantalón negro se acerca enredada en sus rizos rojos. ¿Qué hora tienes por favor? Alfonso mira su reloj. Esboza una sonrisa.

Sus loros: Aurora y Paco. Nombres de loros. Quizás Paco no. Su sangre. Con el tiempo se volverá marrón. La sangre se oxida. Es el oxígeno que al final nos termina matando. Nos oxida. Marrón como su uniforme. O gris como el otro animal.

Las 8:05 de la mañana. Ella no le contesta y detiene un taxi.

Más tarde pasa el heladero. Luego los niños que hacen malabares con dos bolas y se dan volantines cuando el semáforo está en rojo. Una mujer embarazada toma un helado y se mancha la barriga.

Esta es su vida. Una silla. Una puerta que abre y cierra. Unas mujeres que entran y salen. Hombres sinuosos. La Avenida Javier Prado, es su universo lineal, una función constante, llena de humo de vehículos, desde donde salen insultos y ruidos emitidos por los cláxones.

Hoy le diré todo fuerte.

De regreso a casa siente una sensación de vació. El autobús está lleno. La gente suda en el interior pero no abre las ventanas. Alfonso intenta abrir una. Si me entra frío, me resfrío, señor. Como si el aire enfermara. Como si la gripe contraída por un deficiente sistema inmunológico se curara con una chalina en pleno verano. No dice nada y abandona el intento de abrirla. Siente las primeras gotas de sudor bajando por sus sienes.

Aurora y Paco. La jaula desangrándose. La rata en el medio. No puede ser. No es.

En el trayecto a casa ensaya iniciar la conversación con Rosalía. Se lo diré fuerte. Levantaré la voz y le diré que la he visto caminar de la mano con ese hombre, por el parque de Chosica. Luego le contaré que tuve sexo con su hermana, con Fresia, en la cocina, sentado sobre la silla. Terminaré diciéndole que Paco está decapitado y yace sin vida al lado de una rata inerte, seguramente Aurora la mató.

Ingresa a la casa.

Sube a la recámara. Todo está en silencio. Entonces, justo antes de entrar a la habitación. Lo presiente. La ve. En medio de la cama. Una carta. Antes de leerla sabe su contenido. Antes de tocarla siente cómo la sensación de frío, lo resfría. Antes de finalizarla ya siente el peso de la soledad.

Rosalía se ha ido. Alfonso cree que para siempre.

Baja las escaleras. Se saca el chaleco antibalas y lo deja en el sillón de la sala. Pasa por la cocina como si no la hubiese atravesado. Como levitando por las losetas gastadas. La jaula está vacía y con las puertitas abiertas. En su interior yace un huevo.

Él lo toma y lo guarda en su bolsillo.

domingo, 13 de setiembre de 2009

Carta a Milagros



Querida Milagros,

Lee esta cursilería.

Adiós,

Al final creo que los dos hemos perdido.

Yo porque perdí lo que más amaba y tu porque perdiste a quien más te amaba.

Pero de nosotros dos, tú pierdes más que yo, porque yo algún día amaré a otra, como a ti te amaba, pero nadie te amara como yo lo hacía.

No dejes nunca a quien te ama por aquel que te gusta, porque ese que te gusta te dejara por quien ama.


¿Quién escribe estas tonterías ah? Chapa tu almohada nomás loser.

Bueno, respondo tú última carta,

En el trabajo bien, sigo siendo el mismo payaso de siempre pero ahora con viáticos, que según mis amigos, es una forma de haber alcanzado el nivel de ejecutivo al que todos apuntan. Yo nunca he querido ocupar ningún cargo gerencial, pero parece que todo el mundo piensa que sólo para eso sirvo, para dirigir cosas que no entiendo bien pero que soluciono sin levantar la voz y sin reunir a toda la junta para consultar nada. Los "viáticos" a que me refiero, (¿qué diablos significa viático realmente?) son por viajar, poner cara de empresario feliz y acomodar clientes con una pipa y pantuflas. Ser un cortesano sonriente con la fuente llena de comida y tragos, los más caros. Acompañarlos con despabiladas mujeres. Apuntar sus observaciones tomando con la otra mano mi barbilla en señal de total atención. Si me vieras. Jamás hubieras imaginado al barboncito que iba a la universidad con su pijama con estas poses de gerentito de bodega. Y haciéndoles firmar contratos que después voy a tergiversar sin el más mínimo pudor ni ética.

En el amor bien, he visto que mi ex esposa se ha recuperado de nuestro divorcio con el mismo aplomo y rapidez con que firmó los papeles por la venta de nuestro departamento y la separación de bienes. El jueves pasado nomás, saliendo del nuevo restorán de Gastón en Enrique Palacios (su éxito me hace sombra), la vi bien abrazadita de un tipo que parecía recién salido de una sesión de modelaje de Gucci. Apreté los dientes, pero sonreí con naturalidad. Despechado, más tarde, llamé de mi celular a las “incondicionales”, que para mi sorpresa ahora tienen peticiones y poquito más lista de regalos en Ripley o Saga Falabella para salir a dar una vuelta. Borré los contactos de todas y me metí a ver una película en Larcomar, previo heladito.

En la salud bien, mi rodilla no volverá a ser la misma. O sea ya no funcionará más para practicar mi deporte estrella y tampoco podré hacer mucho ejercicio porque me han diagnosticado un mal en la columna que tiene que ver con malas posturas y mi obesidad en escalada. También tengo los días contados en la cabeza. Las últimas resonancias magnéticas no son nada entretenidas. Parece que me van a tener que hacer un trasplante de cerebro porque de alma, me dice el médico, todavía no se puede.

Un beso, Milagritos.

P.D. Gracias otra vez por el perrito que me regalaste, cada vez está más lindo y juguetón.