lunes, 8 de febrero de 2010

El ciervo en la ventana

Sentada en mitad de la noche puneña, María Patricia escucha ulular, a lo lejos, las elegantes zampoñas ensayando su gran serenata a la Mamacha Candelaria. La melodía es honda, sobrecogedora pero apenas perceptible desde su lejano cuarto de hotel, difícilmente descifrable desde lo alto de los ventanales que ha preferido abrir desafiando a ese frío lunar que hace germinar en su pecho la melancolía.

Y mientras su esposo Darrell duerme a su lado, con su casaca acolchada de explorador y su tanquecito de oxígeno contra el soroche, ella se aboca a la siempre postergada labor de la añoranza. La última vez que vinieron juntos al Perú fue para casarse en un precioso hotel del Valle Sagrado donde, en un ritual mitad católico, mitad pagano, presentaron ofrendas y pidieron bendiciones al Dios de los cristianos y también, por si acaso, a la madre tierra. Algunas gracias les fueron concedidas, por supuesto. Otras no. Como ocurre con todos. Y el idílico hotel del Valle del Urubamba donde se casaron ya no existe. Lo destruyeron las lluvias, el desborde del río, el lodo, la inundación. “Nosotros dos, sin embargo, seguimos juntos” –piensa–, sopesando con un suave suspiro, el humilde milagro que significa tener con quién viajar, pues vaya que no han sido pocas las borrascas, las feroces granizadas, los aludes brutales que han tenido que capear. Y vaya que es esta una noche infinita, esférica, perfecta. Cualquier otro damnificado creería que el cielo regalón de esta noche azul acero está con ganas de alardear, de desbordarse, de derrochar y excederse en estrellas por las puras, por ninguna razón en particular. Como lo aprendió de María, su madre, y ella, a su vez, de María, la abuela, María Patricia se echa el abrigo sobre los hombros como un chal y, al volver los ojos hacia el lago que espejea, sin alcanzar a verse, se contempla y hasta parece que rezara, contrita, que elevara una fervorosa plegaria muda dirigida a ningún dios en particular. Como aquella mañana ya remota en que se despertó con un ciervo asomado en su ventana.

Fue en su casa campestre de Fairfax, California, hace tiempo ya. Abrió los ojos y se encontró, frente a frente, con unos ojos negros de niño asombrado que la habían estado mirando dormir sin que ella lo notara. Eran los ojos de un ciervo con sus pestañas inmensas y su clásica expresión de dulce indiferencia. Un ciervo travieso que husmeaba en su habitación con la cabeza casi metida por la ventana, como si quisiera saber de antemano qué habría de sentir el día en que le tocara existir pegado a una pared, cuando no fuera más que un trofeo de caza. Pero algún mensaje secreto había que descifrar en esa visita tan irreal. Un animal silvestre no decide, de repente, en medio del bosque, dirigirse hacia una casa y ponerse a velar un sueño de humano así porque sí. Alguna señal oculta estaba aguardando ser interpretada. Esa noche, cuando Darrell regresó de trabajar de su famosa tienda de comida orgánica, María Patricia le relató el insólito suceso, fascinada y ambos coincidieron en que se trataba de un heraldo de buenas nuevas, de una especie de ángel mensajero al que se le había encomendado alguna compleja anunciación.

No alcanzaron a entender qué significaba aquel presagio, tampoco volvieron a verlo nunca más. Ni a ese ciervo indiscreto ni a ningún otro. Fue solo meses después, la tarde aciaga en que salieron juntos a buscar un cofre donde poder velar las cenizas diminutas de Joaquín que el ciervo volvió a aparecérseles. Estaba tallado con primor en la superficie de una cajita redonda, de una especie de mate burilado que les ofrecía, tan amable y contenta, ignorante de todo, la vendedora de una tienda de artesanías en madera. La vida de Joaquincito había durado unos pocos días y ya se sabe que no existe palabra en el idioma que sirva para nombrar a los huérfanos de hijo. Silencio. Las zampoñas han enmudecido y es el trinar lánguido de un arpa lo que María Patricia escucha cada vez más cerca, como escoltando una sigilosa procesión que se aproxima. Imagina el olor a almizcle y palo santo y de tan sólo imaginarlo, una vez más, piensa en Abuela, esa centenaria señora María que todas las mañanas de su vida se sienta a esperar, en vano, a que su hija María llegue desde su lontano, inhóspito Bakersfield trayéndole pan francés y tamales para desayunar. Piensa que dejar a Abuela en su casa de Lima ha hecho que se le forme un tremendo nudo en el corazón. No puede creer que, al verla subirse al taxi con maletas, Abuela le dijera, tan claramente: “Llévame, hijita!”, siendo como es una dama tan silenciosa que rara vez dice lo que está pensando, que se dedica todo el santo día a estarse quietecita en su sillón y solamente vuelve a hablar a las quinientas, cuando la ocasión verdaderamente lo amerita.

Qué le hubiera dicho Abuela si supiera, si pudiera enterarse de todo, si estuviera en condiciones de comprender y de ayudarla a comprender? Mañana una balsa la llevará por Taquile, Amantaní, las islas flotantes. No ve las horas de empezar a navegar. La brisa de la madrugada arrecia ahora y un trombón emerge súbitamente de las sombras, del otro lado del lago, desde el centro de la nada. Con una pícara sonrisa, María Patricia recuerda que es justamente de las aguas del Titicaca de donde emergió la primera madre de la creación y siente la paz. La novedosa tranquilidad de poder volver a pararse con los dos pies sobre el país en que dio sus pasos primeros y, de pronto, todo encaja, el tiempo es fácil, por fin comprende. Comprende que ha venido de tan lejos hasta aquí para encontrar a su niño fugaz, para buscarlo en la luz purísima del amanecer en su sierra y para despedirse de él para siempre. Para dejarlo ir con la naturalidad con que se despide la noche del día. El anhelado abrazo de su tierra ha restañado ya todo rastro de lágrima y, como la incomprensible mirada de aquel ciervo, constituye una completa bendición porque le anuncia todos los milagros, incluso aquellos que no se producirán. ¿Es esto, acaso, la belleza? –se pregunta María Patricia mientras el cielo comienza a viajar violentamente desde el lila hacia el naranja–. Y se responde que sí, extrañada, plena, estremecida. Es belleza lo que al cubrirte con su manto vuelve triste la misma dicha suavísima con que te arropa. Y llega un momento en el que ya no sabes distinguir cuál de los dos es superior ni cuál hiere menos ni cuál queda más arriba: dónde termina el ciego eclipse de la dicha, dónde comienza el arco iris majestuoso de la pena.

(A veces un ligero aleteo que colinda con una frase común, pero muy bonito relato de nuestro a veces no tan querido BO)

3 comentarios:

Zayi Hernández dijo...

Me ha gustado mucho...los relatos preñados de misticismo me encantan, sobretodo cuando hay frases que cautivan y en este he encontrado un par de ellas.
Un besito

verdemundo dijo...

Hay frases memorables.. otras con mucho melo.

Luly dijo...

Está bello este relato me gusto, pero tiene un dejo de melancolía.

Besotes.