domingo, 30 de mayo de 2010
Yo maldigo el río del tiempo
Esta notable novela la conocí por medio de Página 2, programa español sobre literatura. Per Petterson conoce el sentido (si es que existe alguno) de la pérdida y plasma la emoción sin rodeos, sin enmascarar o amortiguar la brutal realidad con adjetivos y otras ensoñaciones. Su estilo parece que no busca conmover, y es exactamente lo contrario, el logro inteligente de no ser cursi y tocar texturas que todos tenemos en nuestros corazones arrugados.
Aquí un extracto de este fabuloso libro. La madre del protagonista sabe ya que tiene cáncer terminal y habiéndolo contado al esposo, empieza esta escena:
"Apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesa y se levantó. Mi padre no se había movido del sitio, seguía en el vano de la puerta con la bolsa de deporte en una mano. La otra la tenía ligeramente levantada hacia ella, con ademán inseguro. Nunca había sido un campeón para el contacto físico, al menos no fuera del ring, y tampoco debía de ser el lado fuerte de mi madre, pero en esta ocasión apartó a mi padre con delicadeza, casi con cariño, para poder pasar. El se dejó apartar, pero opuso la suficiente resistencia, mostró bastante reluctancia y lentitud, como para que ella entendiera que quería transmitirle algo tangible, una señal, sin tenerlo que formular en palabras. Pero es que ya es demasiado tarde, pensó ella, es demasiado tarde, dijo, pero él no la oyó. Aun así, permitió amablemente que mi padre la retuviera unos instantes para que él entendiera que, tras cuarenta años de convivencia y cuatro hijos juntos, aunque uno ya estuviera muerto, tenían lo suficiente en común como para seguir viviendo en la misma casa, bajo el mismo techo, y para esperarse el uno al otro y no salir corriendo sin más, a toda prisa, cuando pasaba algo grave."
viernes, 21 de mayo de 2010
He aquí el amor
He aquí el amor.
Repito:
He aquí el amor.
Pero mejor hablaremos de esta puerta.
Una puerta es una puerta
a la que yo golpeo día y noche,
a la que yo golpeo día y noche,
a la que yo golpeo día y noche.
Y aunque nadie responda,
y aunque nadie responda,
y aunque nadie responda,
el aire es el aire de todos los dias,
las plantas son verdes como siempre,
y el mismo cielo esférico me envuelve
lunes, martes, miércoles,jueves, viernes, sábado y domingo.
¿Pero, qué puedo yo decir del amor?
¿Qué puedo yo decir del amor?
¿Qué puedo yo decir del amor?
En cambio, esta puerta es indudable;
por ella entro y salgo día y noche
hacia los verdes campos que me esperan,
hacia el mismo cielo esférico y perenne.
¿Pero qué puedo yo decir del amor?
¿Qué puedo yo decir del amor?
¿qué puedo yo decir del amor?
Mejor sigo hablando de esta puerta
J.E.I.
martes, 11 de mayo de 2010
jueves, 6 de mayo de 2010
Extracto: La venganza del silencio.
Una antigua historia familiar versaba sobre la reacción de mi abuela Blanca, la madre de mi tía Adriana, ante una emergencia doméstica. En una ocasión, reunidos algunos invitados para una cena de Año Nuevo, el mozo había traído a la mesa un pavo relleno sin notar que una cucaracha -grande, gorda y alada- se había asentado en la piel del plato principal. El mayordomo, llamado Eugenio, trabajaba desde hacía mucho con la familia de mi abuela. Cuando el pavo, con su insecto prendido, se posó sobre la mesa, en el centro de la mirada de todos los invitados, mi abuela le dijo en voz alta.
-Por favor, Eugenio, llévese este y traiga el otro pavo.
Eugenio comprendió el problema de inmediato. Regresó a la cocina, sacó la cucaracha del pavo, limpió un poco la superficie, reordenó las frutas que acompañaban la fuente y regresó a la mesa.
-Aquí tiene el otro pavo señora.
Los invitados suspiraron aliviados. Eugenio, por su parte, siguió siendo el mayordomo de la casa hasta el día de su muerte.
-Por favor, Eugenio, llévese este y traiga el otro pavo.
Eugenio comprendió el problema de inmediato. Regresó a la cocina, sacó la cucaracha del pavo, limpió un poco la superficie, reordenó las frutas que acompañaban la fuente y regresó a la mesa.
-Aquí tiene el otro pavo señora.
Los invitados suspiraron aliviados. Eugenio, por su parte, siguió siendo el mayordomo de la casa hasta el día de su muerte.
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